Casi cuatro décadas atrás caía abatido por un disparo en el corazón monseñor Óscar Arnulfo Romero mientras oficiaba una misa en marzo de 1980 tras denunciar la matanza de campesinos salvadoreños por parte de los militares, y el Vaticano lo convertirá en santo frente a miles de sus compatriotas.
“Es un mártir moderno, él se inmoló, lo mataron por sus prédicas”, comentó a Sputnik la exvicecanciller uruguaya (2005-2008), Belela Herrera, quien trabajó en el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Centroamérica en la década de 1970 y luego como subdirectora de la división de derechos humanos en la misión de la ONU en El Salvador tras el fin de la guerra civil (1980-1992).
Unos 7.000 salvadoreños viajaron a Roma para asistir a la ceremonia que encabezará el papa Francisco desde las 08:15 GMT, quien lo declaró mártir antes de beatificarlo en 2015, y millones seguirán la canonización en El Salvador, donde el Gobierno desplegará pantallas gigantes en la capital para transmitir la santificación.
Si bien era uno de los pastores más queridos de la Iglesia por sus continuas denuncias sobre la violencia cometida por los militares antes de la guerra civil contra la guerrilla de izquierda, su muerte, sentida en otros países de América Latina que vivían situaciones similares, comenzó a generar un mito.
Así lo comentó el integrante del consejo directivo de la Institución Nacional de Derechos Humanos de Uruguay y funcionario de la misión de paz de la ONU en El Salvador entre 1993 y 1998, Juan Faroppa.
“Sin dudas es un mártir, pero el mito Romero empieza a construirse a partir de su ejecución, porque antes era una persona a quien se le pretendía atribuir defectos y virtudes tanto de los sectores más conservadores como también de algunos grupos de izquierda”, dijo Faroppa.
Nacido en 1917 en una familia humilde de la localidad de Ciudad Barrios, Romero se unió al seminario católico en su adolescencia y luego viajó a Roma para estudiar teología, donde fue ordenado sacerdote a los 24 años.
Al volver a su país fue párroco de dos ciudades y con el tiempo llegó a obispo de El Salvador, para luego ser nombrado en 1977 como arzobispo, un cargo desde el que comenzó a denunciar la muerte y desapariciones de campesinos cada vez con más firmeza.
Justicia
Tras el fin de la guerra, en 1992, una Comisión de la Verdad establecida por la ONU y pactada en las negociaciones de paz buscó conocer quién había sido el responsable del asesinato de Romero, señalando al mayor Roberto D’Aubuisson, fallecido ese año, como el autor intelectual del asesinato, llevado a cabo por un escuadrón de la muerte de ultraderecha.
La figura de Romero representaba aún la búsqueda de la paz y la justicia mucho tiempo después de su muerte, y todavía es venerado por los salvadoreños en una sociedad que no cumplió totalmente con los acuerdos de paz y que actualmente es azotada por la violencia de las maras y el narcotráfico, dijeron los expertos.
La canonización “significa realmente algo muy importante para ese pueblo que sufrió durante muchos años una cruel guerrilla; ese pueblo todavía sigue esperando justicia porque nunca la hubo, nunca se cumplieron los acuerdos de paz y nadie fue condenado por el asesinato”, aseguró Herrera.
Un juez salvadoreño decidirá después de la canonización si reabre el caso del asesinato de Romero, pedido por diversas agrupaciones civiles.