Por: Segisfredo Infante
Es una mentira histórica reiterativa que “todos los cambios son buenos”. También es otra mentira empalagosa que “todo tiempo pasado fue mejor”. En nombre de los cambios bruscos y del progreso vertiginoso se han cometido atrocidades durante los últimos dos siglos y pico, como los totalitarismos extremos del sigo veinte, para solo colocar un ejemplo en doble vía. Y en nombre de las nostalgias excesivas se han obstaculizado aquellos cambios positivos que efectivamente beneficiaban a una sociedad específica; o a la humanidad entera, tal como han sido los obstáculos de algunos fundamentalismos religiosos extremos del siglo veinte y comienzos del veintiuno, para sólo traer a colación otro ejemplo multilátero. De tal suerte que ambas afirmaciones, aun cuando sean contrarias y contradictorias entre sí, al final de la tarde resultan peligrosas cuando hay espesa nubosidad inmediata, o de largo plazo, en los ojos y en las observaciones de aquellos que controlan el timón de la barca del Estado; de las organizaciones políticas de dirección y de oposición; de las instituciones espirituales; o de la sociedad económicamente “civilizada”.
Para todas las épocas podríamos traer ejemplos casi incontestables. Pero por ahora deseamos subrayar el contexto de la modernidad y de la hipermodernidad “ateas”. Pues ocurre que siempre se presentan personas, en diversos escenarios históricos más o menos recientes, que desean “cambiar las cosas” por el simple afán de llamar la atención; del protagonismo exagerado; o por la picazón exhibicionista de llevar la contraria. A este fenómeno, a partir de la filosofía primera de Aristóteles, se le ha bautizado como “espíritu de contradicción”, propio de aquellos individuos que siempre, en toda conversación o situación, se encargan de contradecir sin hacer ninguna proposición factible para mejorar sustantivamente las cosas que se desean mejorar, en beneficio de diversos estratos sociales, sean de clase media, de clase alta o espantosamente pobres.
En nuestra Honduras he percibido cuando menos dos tendencias nacionales e internacionales (una abierta y otra subterránea, una que es extremista y otra ambigua o camuflada), que están sin embargo encaminadas a destruir, o a desmontar, las instituciones claves del Estado. También a acorralar a las viejas organizaciones políticas y religiosas, por el simple afán de acorralarlas. Desde un punto de vista histórico abarcador nada justifica la destrucción, “per se”, de las civilizaciones. Cuando tal suceso trágico se ha consumado, vienen periodos de oscuridad tenebrosa que se extienden por años, por décadas y por siglos, aun cuando sólo ocurran, o converjan, en un punto geográfico estratégico del planeta; o en una época aparentemente colapsada, como la del esplendor greco-romano. O como la de “los alegres años veintes” del siglo pasado, poco antes de la gran crisis financiera del año “1929”, y de su extensión durante toda la década del treinta, la cual desembocó en la Segunda Guerra Mundial, la más fatídica, inhumana y moderna de la “Historia” de todos los tiempos. Tampoco, en este grave punto de reflexión, se deben ignorar los verdaderos genocidios etno-políticos recientes como el escenificado, en 1994, entre las dos tribus africanas predominantes de Ruanda, es decir, entre los dirigentes “hutus” y los “tutsis”, quienes comenzaron a asesinarse, unos a otros, poco después de conseguir la Independencia de Bélgica, hasta lograr exterminar al setenta y cinco por ciento de la población “tutsi” (unas ochocientas mil personas aproximadamente), frente al silencio de una comunidad internacional preñada de hipermodernidad, sólo interesada en llevar agua a sus molinos tecnológicos e ideológicos; o en extraer los recursos naturales del África Subsahariana. El cambio independentista de Ruanda condujo, pues, a uno de los peores momentos de la especie humana. Habría, por añadidura, que analizar el caso recientísimo de Siria y de la frontera nor-este de aquel triste y destartalado país.
El afán de dañar las instituciones políticas en Honduras, que son como vértebras del Estado, puede conducir a la ingobernabilidad, la desgobernanza y a la anarquía estéril. La supuesta “robancina” ejercida por algunos políticos de turno, jamás habrá de justificar la destrucción de las instituciones y de los monumentos públicos, que le pertenecen al pueblo de Honduras. La enfermedad en nada justifica la pretensión de asesinar al enfermo. En consecuencia el enfermo, que es parte de nuestra sociedad, debe ser tratado y curado clínica y espiritualmente, comenzando por las nuevas generaciones.
Sustituir por sustituir un modelo económico y político, conllevó a que en la vieja Rusia se sustituyera el famoso “socialismo real” totalitario por un “capitalismo salvaje” dirigido por pequeños grupos de mafias sanguinarias. Y lo más triste del caso es que casi nadie dice autocríticamente nada, sobre este cambiante fenómeno histórico. Si no se tiene un mejor modelo de sustitución o desplazamiento, se debe repensar profundamente el problema, antes de adoptar decisiones abismales. Este debiera ser un punto de reflexión para los amigos norteamericanos, los actuales dirigentes y las coaliciones opositoras.