Editorial
Por: Primicia Honduras
En Honduras, bastan minutos de lluvia para revelar una tragedia anunciada. Lo sucedido en las últimas horas en Tegucigalpa, Comayagüela, Comayagua y el sur del país no es un evento extraordinario: es la nueva normalidad. Y no porque el clima esté cambiando —que lo está—, sino porque el país sigue actuando como si las lluvias fueran el problema, cuando el verdadero desastre nace en tierra firme: la deforestación acelerada, la ocupación urbana de zonas de recarga y un Estado ausente o cómplice.
La temporada ciclónica apenas comienza y ya hay un muerto, más de 3.000 personas afectadas, viviendas destruidas y comunidades incomunicadas. La lluvia no perdona, pero el abandono tampoco. Es una tormenta perfecta: intereses privados que promueven proyectos habitacionales sobre bosques, ciudadanos que migran hacia las montañas buscando aire limpio y gobiernos que no regulan ni castigan la destrucción del territorio. Así se construye la vulnerabilidad nacional.
Las lluvias son el síntoma, no la causa
La tormenta de apenas unos minutos en la capital dejó calles inundadas, mercados bajo agua, transformadores caídos, viviendas anegadas y techos volando. En Comayagua, ráfagas tipo huracán arrancaron postes y tejados. En el sur del país, un joven murió ahogado y decenas de comunidades quedaron aisladas. ¿Qué tienen en común estos hechos? Que todos ocurrieron en zonas sin barreras naturales, sin bosques que contengan el agua y sin drenajes funcionales.
Basura: el otro río que mata
A esta ecuación mortal se suma una crisis que no es natural, sino cultural: la basura. Calles, quebradas y tragantes están saturados de desechos sólidos arrojados por una ciudadanía que aún no comprende —o no quiere asumir— que tirar una bolsa al río es contribuir directamente a una inundación.
El agua que debería escurrir libremente es bloqueada por plástico, colchones, envases y hasta electrodomésticos viejos. Cuando los drenajes colapsan, no es culpa de la lluvia, sino de una cultura permisiva donde las autoridades no sancionan y la población no reflexiona. En la capital, más del 60 % de los desechos urbanos termina en espacios no autorizados, y muchas alcaldías aún no cuentan con una política integral de manejo de residuos.
Honduras no solo necesita dragar sus ríos, sino también su conciencia. De nada sirve reforestar si se sigue contaminando. De nada sirve construir muros si cada tormenta convierte los basureros clandestinos en trampas mortales.
Cemento sobre la montaña: ¿desarrollo o suicidio ecológico?
El modelo de expansión urbana actual tiene una lógica perversa: “construir más arriba, donde el clima es fresco y hay vegetación”. Las inmobiliarias venden esa idea, y la población —cansada del caos urbano— la compra. Pero lo que parece solución individual, es problema colectivo: cada casa sobre un cerro es un árbol menos, un suelo más expuesto y un futuro más riesgoso.
Lo más alarmante es la falta de regulación real. La Ley Forestal establece zonas de protección, pero las construcciones avanzan sin freno, amparadas en permisos grises o corrupción técnica. Las alcaldías permiten, las instituciones ambientales lo toleran y los constructores celebran. Mientras tanto, la cuenca de Tegucigalpa pierde bosque cada año, al igual que zonas de La Paz, Francisco Morazán, Comayagua y Santa Bárbara.
Tecnología, sí. ¿Pero con qué voluntad política?
¿Tiene Honduras tecnología para prevenir desastres? Sí. Hay sistemas de alerta y ciertas capacidades técnicas. Lo que no tiene es voluntad política para aplicarla a tiempo. Las limpiezas de tragantes se anuncian tras las inundaciones, las evacuaciones se ordenan cuando ya hay daños, y los mapas de riesgo existen, pero no guían las decisiones urbanas.
Una gestión de riesgo seria pasa por conservar los ecosistemas, no por medir la tormenta desde un escritorio. La resiliencia no se construye con discursos después de la lluvia, sino con políticas públicas antes de la tragedia.
Un país sin bosques y sin prioridades
El mayor peligro para Honduras no es el cambio climático en sí, sino la indiferencia institucional frente a sus efectos. En medio de disputas partidarias por el control del poder, el tema ambiental es marginal, si no invisible. Los presupuestos para protección forestal son bajos, y las sanciones por tala ilegal, escasas.
En vez de castigar a los depredadores de los cerros, el Estado los premia con impunidad. Y los cerros, antes verdes, ahora reflejan el sol en techos de lámina y paredes de cemento. La sombra que ofrecían ya no existe. Y la lluvia, antes absorbida por las raíces, ahora corre libre cuesta abajo, inundando todo a su paso.
¿Cuándo será prioridad?
Honduras no necesita más diagnósticos. Los datos están. Los daños también. Lo que falta es priorizar.
Mientras se debate el poder, la verdadera tormenta se forma sobre los cerros pelados, los cauces llenos de basura y el olvido institucional.
Y cuando caiga, no preguntará por banderas políticas. Nos afectará a todos.