Por Segisfredo Infante
Subsiste la tendencia a creer, en el alma de cada individuo y cada colectividad, que la vida que le ha tocado vivir, es la peor de su país o de su época histórica. A veces los problemas son tan graves, o parecieran serlo, que incluso varias personalidades fuertes se colapsan física y espiritualmente, cayendo en una especie de autohumillación frente a los embates de las crueles circunstancias; o de los manipuladores de tales circunstancias. Las hambrunas y las guerras, por ejemplo, han sido un motivo suficiente por el cual los individuos (y también las comunidades) se derrumban y transgreden, egoístamente, compresiblemente, ciertos parámetros de la moralidad nacional y universal. No son cuentos ni divagaciones políticas de gente acomodada; son hechos verificables históricamente, aun cuando algunos personajes pretendan ocultarlos ante la posteridad.
Los primeros síndromes del derrumbe del Imperio Romano de Occidente, son otro ejemplo de la angustia sufrida por los ciudadanos de una gran civilización, frente a la zozobra de un mundo que se hacía añicos con la primera invasión del señor Alarico y sus huestes incendiarias. Al teólogo y filósofo neoplatónico Agustín de Hipona (un obispo católico bastante solitario en el norte de África), le tocó la suerte de tener que teorizar entre aquellas circunstancias cargadas de terrible fatalidad.
Gracias, en parte, a esas fuertes teorizaciones es que los mejores valores cristianos y greco-romanos, sobrevivieron ante el hundimiento de aquella civilización aislada y tambaleante. Sin embargo, es pertinente recordar que los esclavos en general, y los judíos y los cristianos en particular, fueron previamente (y ferozmente) perseguidos por algunos emperadores desalmados como Nerón, Tito y Adriano, para sólo mencionar tres nombres claves. El nombre de Nerón terminó configurando el número apocalíptico de seiscientos sesenta y seis (666). Se trata de la misma época en que fue despellejado, en vida, el sabio Rabino Akiva Ben Iosef, por predicar abiertamente la Torá o Pentateuco, a pesar de las prohibiciones a muerte decretadas por el emperador Adriano. Esto se encuentra insinuado en un poema extenso de mi autoría. Así que aquellas minorías nacionales, contradictorias y hermanadas entre sí, atravesaron algunos de los momentos más crueles de sus existencias, por causa de persecuciones, y a veces de exterminios masivos, ejecutados por las autoridades romanas “civilizadas”; realmente desalmadas. (Pero esto significaría todo un capítulo aparte).
Los tiempos actuales de Honduras, de Centro América y del globo entero, son ciertamente crueles, porque estamos infestados de incertidumbres, de mentiras exageradas, de mala crianza, de difamación y de vulgaridad de varios dirigentes y cuadros políticos, como pocas veces se había visto en la historia de los Estados y naciones. Quizás fueron más crueles los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. O la vida de los pueblos que integraban la vieja Yugoeslavia de Josif Broz Tito, en completa desarticulación reciente. Pero resulta que para nosotros, concretamente, estos momentos parecieran insoportables, y, como insinuaba John F. Kennedy, podrían ponerse mucho peor.
Sin embargo, a pesar de nuestras angustias, pobrezas e incertidumbres actuales, estoy convencido que algún día quedará solamente en el recuerdo brumoso el estilo de vida cruel que se ha impuesto por causa de la anarquía y de los fundamentalismos ideopolíticos de bandos extremos, que socavan la democracia. Algún día, cercano o lejano, la gente de la calle y las élites pensantes, recobrarán la sensatez y comenzarán a razonar sobre las extravagancias y despropósitos desmedidos de algunos de sus dirigentes actuales, cuyos éxitos han derivado de las bravuconadas, de las histerias, de los negocios sucios y de las expresiones altisonantes que lanzan contra sus adversarios, reales o ilusorios, colocando en el borde del abismo las economías de los países que se han propuesto destruir, como en el triste caso de la Venezuela actual, para sólo mencionar un ejemplo.
Honduras es de hecho una provincia periférica, sujeta a los vaivenes del océano embravecido de las políticas internacionales, y sujeta a los autoflagelos repetidos de algunos malos hondureños que han perdido la mesura y la razón. No somos dueños todavía de nuestro propio destino, como sí lo son en realidad en algunos países pequeños como Suiza, Finlandia, Taiwán, el Estado de Israel y, a pesar de todos los ataques de las potencias europeas en el curso de los siglos, el pequeño ducado estatal de Luxemburgo, que exhibe el segundo ingreso per cápita más alto del mundo. Empero, pese a su pobreza, Honduras bien puede convertirse en una provincia universal, gracias al análisis profundo, sosegado, recio y multilátero que están en capacidad de aportar algunos de sus hijos con cerebros autónomos, con alcances regionales y universales. Honduras posee, además, unas riquezas hídricas que son como un respaldo al momento de negociar internacionalmente. A menos que aquel que dijimos siga deforestando departamentos fértiles y áridos como el de Olancho, alzando, a la vez, consignas fingidamente revolucionarias.