Por: Segisfredo Infante
Se podría creer que me refiero, inoportunamente, a la tercera estación de cada año, cuya belleza amarillenta en los bosques y en los parques suele ser indescriptible, sobre todo en los países mediterráneos y en aquellos que se aproximan, un tanto, al Círculo Polar Ártico. No. En realidad quisiera más bien aproximarme al tema de “los adultos mayores”, localizados técnicamente en la “tercera edad”, y que en los tiempos hipermodernos que actualmente experimentamos, suelen ser maltratados, marginados, burlados, ninguneados e incluso explotados por extraños, vecinos y algunos parientes desalmados.
Al momento de redactar este artículo he recibido un largo mensaje de un viejo amigo abogado. Posiblemente el texto haya sido extraído de una obra de Víctor Hugo, el escritor francés. El gigante. Me ha llamado la atención por la defensa exquisita que el autor hace de los hombres que comienzan a ponerse viejos. Veamos algunas frases y parágrafos: “Te estás volviendo viejo, me dijeron, has dejado de ser tú, te estás volviendo amargado y solitario. No, respondí, no me estoy volviendo viejo, me estoy volviendo sabio. He dejado de ser lo que a otros agrada para convertirme en lo que a mí me gusta ser, he dejado de buscar la aceptación de los demás para aceptarme a mí mismo, he dejado tras de mí los espejos mentirosos que engañan sin piedad. No, no me estoy volviendo viejo, me estoy volviendo asertivo, selectivo de lugares, personas, costumbres e ideologías. He dejado ir apegos, dolores innecesarios, personas, almas y corazones, no es por amargura, es simplemente por salud. Dejé las noches de fiesta por insomnios de aprendizaje, dejé de vivir historias y comencé a escribirlas, hice a un lado los estereotipos impuestos, dejé de usar maquillaje para ocultar mis heridas, ahora llevo un libro que embellece mi mente. Cambié las copas de vino por tazas de café, me olvidé de idealizar la vida y comencé a vivirla. No, no me estoy poniendo viejo. Llevo en el alma lozanía y en el corazón la inocencia de quien a diario se descubre.” (…) Estoy “redescubriendo mundos” y “rescatando aquellos viejos libros que a medias páginas había olvidado.” (…) “Me estoy volviendo más prudente, he dejado los arrebatos que nada enseñan, estoy aprendiendo hablar de cosas trascendentes”. (…) “No, no es que me esté volviendo viejo por dormir temprano los sábados, es que también los domingos hay que despertar temprano, disfrutar el café sin prisa y leer con calma un poemario.” (…) “No es por vejez por lo que se camina lento, es para observar la torpeza de los que aprisa andan con el descontento. No es por vejez por lo que a veces se guarda silencio, es simplemente porque no a toda palabra hay que hacerle eco. No, no me estoy poniendo viejo, estoy comenzando a vivir lo que realmente me interesa.”
Las pocas personas que me han visitado en un pasado más o menos reciente, saben que cerca de un televisor tengo el libro “Los Miserables” de Víctor Hugo. Ni mi extensa e intensa pasión por el cine ni tampoco mis obsesiones televisivas desde los tiempos de mi niñez, han logrado apartarme de las lecturas y de los libros. No existe ninguna justificación consistente para que un joven o un hombre que vive en medio de su otoño, abandone las lecturas detenidas, meditadas y profundas de los libros, a cambio de la “revolución” de las nuevas tecnologías de punta que aparecen cada cinco o diez años. La única justificación es el enorme poder del “marketing” momentáneo, o de los nuevos mercados globalizantes, que se imponen en forma inexorable. Los niños, los jóvenes y los viejos pueden perfectamente leer en voz alta un poema cariñoso de Rubén Darío, Juan Ramón Molina, Jaime Sabines, Emilio Coco, William Shakespeare o bien de Li Tai-Po (hoy conocido como “Li Tai Bai” o “Li Bai”). O una frase bellamente esculpida de Sócrates.
El hombre que penetra en la luz y en los umbrales del otoño, transita dos caminos paralelos o bifurcados: El primero es aquel en que el viejo logra potenciar aún más las virtudes espirituales cultivadas en el curso de su existencia, suavizando la voz y dejando lentamente sus defectos relegados en el desván del olvido. En el segundo se corre el gravoso riesgo de aumentar exponencialmente aquellos defectos espantosos que solía ocultar o mitigar en su primera madurez. Creo que el camino ideal es el primero. Pues la sabiduría es aquella que esperaban y aprovechaban las antiguas comunidades al momento de integrar cada “Consejo de Ancianos”. Tales consejos eran articulados por ancianos, hombres maduros y jóvenes prudentes. Hoy por hoy nadie habla de la necesidad de estos pequeños grupos de “ancianos” que tal vez podrían beneficiar a una sociedad confusa, calamitosa, violenta, con baja estima, chismosa y zahiriente como la nuestra.
Me imagino que los formalismos rígidos y los administrativismos vacíos, harán casi imposible que Honduras aprenda a celebrar y a potenciar los conocimientos de los hombres que apenas subsisten en los predios hermosos y dolorosos del otoño. Empero, hay que guardar las esperanzas para el momento en que nuestra Honduras logre madurar un poco.