El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha sufrido este sábado su mayor y más humillante derrota. Justo al cumplirse un año de su investidura, se convirtió en el primer mandatario en ver cómo se cierra su Administración pese a tener el control del Congreso. Castigado en bloque por los demócratas, que votaron contra la prórroga de fondos federales, Trump recogió el amargo fruto de su incapacidad para el diálogo, de su obsesión con el muro y de su desprecio a los dreamers, cuya suerte quiso usar como moneda de cambio. “Él ha sido el culpable de que no haya acuerdo; no su partido”, señaló el líder demócrata, Chuck Schumer. Las negociaciones se reemprenderán hoy.
Trump presionó tanto que al final todo estalló. Su insistencia en mantenerse firme en su agenda antimigratoria estrechó el margen de maniobra de los republicanos y ahuyentó a los demócratas. Lo que debería haber sido una negociación relativamente tranquila, como ocurrió en septiembre y diciembre,devino en una batalla parlamentaria cuyo resultado mostró la enorme fractura que sufre Estados Unidos.
No es la primera vez que se cierra la Administración. El shutdown ya ocurrió en 1994, 1995, 2013 y con mucha más frecuencia en los años setenta y ochenta con los presidentes Jimmy Carter y Ronald Reagan. Tampoco supone su paralización completa. El cierre afecta a un 38% de empleados “no esenciales” y mantiene activos a aquellos destinados a tareas de seguridad, salud y defensa, así como la seguridad social. Pero el coste es inmenso. No sólo en términos económicos. Muestra a unas élites políticas, y en este caso a un presidente, incapaces de llegar a un pacto para asegurar el pleno funcionamiento del Estado.
El fracaso abre además un periodo de tensión aún mayor que el vivido hasta ahora. La negociación, lejos de terminar, prosigue pero con el trasfondo de una Administración que tiene el cierre echado. Las lecciones son muchas. La primera, que tras un año de Gobierno Trump, la inestabilidad sigue en aumento. La segunda, que el hombre que prometió drenar el pantano de Washington y domeñar a sus políticos ha sucumbido a sus peores prácticas. “Nuestro país necesita un buen shutdown para arreglar este lío”, bromeó en Twitter el 2 de mayo pasado. Ahora, lo ha conseguido.
La negociación que condujo a este fracaso fue vertiginosa. La medianoche del viernes terminaba el plazo para que el Congreso extendiese el cheque que permite funcionar al gigantesco aparato burocrático federal. La votación era incierta. El jueves, los republicanos, con mayoría en el Congreso, habían logrado superar la prueba en la Cámara de Representantes con 230 votos a favor y 197 en contra. Pero la batalla del Senado se adivinaba mucho más difícil. Allí, la prórroga tenía que ser validada por una mayoría cualificada de 60 votos sobre 100. Los republicanos, con 51 escaños, necesitaban el respaldo de los demócratas. Y estos mostraban su renuencia a seguir dando oxígeno a una Administración que ha pisoteado a los inmigrantes y puesto al borde de la deportación a casi 700.000 dreamers.
Las discrepancias eran profundas y en el escenario cobró cuerpo la vuelta a un cierre como el de 2013, que mantuvo a la Administración 16 días bajo mínimos y que costó al país miles de millones de dólares. La demócratas aprovecharon la tensión. Y los republicanos, a diferencia de las cómodas prórrogas logradas en septiembre y diciembre pasado, entendieron que esta vez la partida se jugaba al borde del precipicio.
El presidente suspendió su viaje de fin de semana a Florida y convocó a la Casa Blanca al líder de los demócratas en el Senado, Chuck Schumer. Los dos neoyorquinos, viejos conocidos, mantuvieron una corta y opaca reunión. A la salida solo hubo buenas palabras. “Algo hemos avanzado”, dijo Schumer. “Excelente reunión preliminar”, tuiteó Trump. El reloj siguió corriendo en contra.
Sobre la mesa, se dirimía no solo la extensión temporal de fondos federales, un trámite necesario cuando los presupuestos no han sido aprobados, sino el núcleo de la política de Trump: la inmigración. Desde que en septiembre el presidente revocó el programa creado por Barack Obama para dar cobertura a dreamers (inmigrantes sin papeles llegados a EEUU cuando eran menores), frenar su deportación se ha vuelto un objetivo preferente de los demócratas, fuertemente anclados en el electorado hispano.
Trump, en una maniobra muy propia de sus años inmobiliarios, vio en esta necesidad del adversario la oportunidad para lograr su sueño dorado: el muro con México. Y hace dos semanas ofreció devolver la protección a los dreamers a cambio de que se le financiase la obra con 18.000 millones de dólares.
La propuesta, entendida como un chantaje por la oposición y una nueva humillación por México, no hizo más que enturbiar un ambiente ya de por sí enrarecido por el frenesí antimigratorio de Trump, quien en una incontenible espiral ha retirado la protección temporal a 200.000 salvadoreños, 59.000 haitianos y 5.300 nicaragüenses y después les ha llamado“países de mierda”.
Todo esta tensión confluyó el viernes en los pasillos del Capitolio. No se dirimía una cuestión presupuestaria. El pulso tenía como protagonista a los desheredados de Trump. A cientos miles de inmigrantes perfectamente integrados en una sociedad que un día les dijo que los aceptaba y que ahora ven ante sí el espectro de la deportación.
Ante este desafío, de poco valieron los intentos de los republicanos de ofrecer a los demócratas la extensión por seis años de un programa de salud para niños sin seguro. Tampoco su pretensión de lograr una prórroga por un solo mes. Schumer y los suyos decidieron presionar más. Con la Casa Blanca y el Congreso en manos republicanas difícilmente nadie iba a culparles a ellos. El cierre de la Administración, además, podía darles una palanca negociadora. “Si aceptamos ahora la propuesta de los republicanos, volveremos donde estábamos hace un mes y perderemos la capacidad para negociar”, llegó a decir Schumer.
Llegada la hora de la votación, los republicanos perdieron (50 votos a favor, 49 en contra). “Esta noche, los senadores demócratas pusieron la política por encima de la seguridad nacional, las familias de militares, los niños vulnerables y la capacidad de nuestro país de servir a todos los americanos. No negociaremos el estatus de inmigrantes fuera de la ley mientras los demócratas toman a ciudadanos cumplidores de la ley como rehenes de sus demandas”, afirmó la Casa Blanca en un comunicado enviado un minuto antes de la medianoche.
Una vez declarado el cierre, el demócrata Schumer lamentó la interferencia de Trump y su incapacidad para permitir que su partido llegase a un acuerdo. “Cuando me reuní con él llegué a creer en un acuerdo, lo mismo ocurrió al tratar con los republicanos. Pero el presidente no ha querido que haya pacto. Él ha sido el culpable”, sentenció.
Este es el horizonte que se ha abierto. La fricción será permanente, pero la negociación va a seguir hoy mismo y Trump tendrá que enfrentarse a las peticiones de la oposición con una enorme presión sobre sus espaldas. Será una prueba de fuego para su carisma. El hombre capaz de negociarlo todo, el dealmaker, se verá ante el mayor reto parlamentario de su presidencia. Un nuevo pulso ha comenzado.
(Fuente: El País)