Por: OSCAR URTECHO/SERGIO ZEPEDA
La destrucción del medio ambiente es una tragedia que deja señales por todas partes, y la tragedia es mayor porque a nadie parece importarle.
El problema no es sencillo y califica entre aquellos que, según Garrett Hardin, no “tienen solución técnica” sino que reclaman un cambio cultural en los patrones de consumo. Planteémoslo así: actualmente, a partir de la visión económica neoclásica que se ha impuesto, hay una contradicción sistémica entre ser competitivo y el cuidado del ambiente. Y en una sociedad donde la competitividad es casi una religión, donde vender muebles es más importante que los árboles que se cortan para fabricarlos, la destrucción del ambiente está condenada al menos a ser minimizada como un problema de cuya solución depende la supervivencia humana.
La ciencia de la economía nació sin preocupaciones ambientales y esto es evidente en los planteamientos de los economistas clásicos, que consideraban la tierra como un recurso natural inagotable que hace posible el crecimiento económico y la riqueza de las naciones. No se podía estar más equivocado. La Revolución Industrial, el perfeccionamiento de las técnicas de aprovechamiento de los recursos, el acelerado incremento poblacional que esto propició y, ya en el siglo XX, la necesidad de incrementar la producción y el consumo para lograr crecimiento económico nos han conducido a rozar los límites de lo que el planeta puede soportar. Esto se traduce, entre otras cosas, en un incremento abrumador de la temperatura, en cambios climáticos erráticos que se prolongan en el tiempo y que se refuerzan con las condiciones ambientales locales como la deforestación y la erosión desmedida de los suelos. A causa de esto en países como Honduras, pobres y que no están entre los grandes contaminantes del mundo, pero débiles económica y socialmente, los grupos más vulnerables (tal como ocurre en el sur) padecen hambrunas porque sus cosechas se pierden a causa de las sequías o inundaciones que se experimentan de forma alternativa.
Las señales de la devastación han disparado las alarmas, pero esto no basta para cambiar el rumbo de la situación. Las grandes potencias (controladas por los dueños del capital), como Estados Unidos, están inmersas en una lógica competitiva en que el principal objetivo es lograr la hegemonía económica, sin que importe quiénes son afectados en esta carrera por el poder. Son conscientes de que el uso de combustibles fósiles, por ejemplo, ha sobrecargado la atmósfera de dióxido de carbono, de que gracias a la cultura de lo desechable los océanos ahora están decorados con islas de plástico y que los 200 litros de agua necesarios para producir un litro de Coca-Cola les hacen falta a millones de niños en África. Sin embargo, no pueden detenerse ni para contemplar las ruinas que están dejando porque hacerlo significa perder competitividad y rezagarse en su carrera irracional.
Los gobiernos, aliados de los dueños del capital, imponen regulaciones ambientales poco rigurosas, algunos incluso las quitan o simplemente cobran para permitir un proceso de explotación de los recursos que muchas veces perturba el equilibro natural y afecta a las poblaciones nativas, así se tornan competitivas demasiadas empresas en los mercados nacionales o internacionales. Es decir, la economía crece a costa de destruir el entorno y a las personas. Las grandes potencias, sin embargo, se han dado cuenta de que esto tarde o temprano trae consecuencias terribles, así que han decidido jugar limpio con su gente, pero sucio con el resto del mundo. Sus políticas ambientales son protectoras hacia sus propios recursos, pero destruyen o sobreexplotan los recursos de las naciones más pobres, en algo que ha sido calificado como colonialismo ambiental.
Para los países como Honduras, latinoamericanos o africanos, el panorama es más complejo: tienen escaso margen de acción para proteger el ambiente porque lo prioritario es buscar métodos para explotarlo, paliar el problema inmediato del hambre y garantizar la seguridad alimentaria de sus habitantes. Están insertos en la lógica competitiva del mercado, pero carecen de medios para competir, así que sus recursos naturales terminan en manos de transnacionales que la mayoría de las veces, con la complicidad de quienes gobiernan, los extraen y en el proceso contaminan a cambio de unas pocas divisas. Recientemente tuvimos la oportunidad de estar en una conferencia con Marcus Marktanner, reconocido economista alemán residente en Estados Unidos.
Le preguntamos qué puede hacerse para rescatar el ambiente en un mundo dominado por la producción para un consumo que se ha hecho ilimitado y enfermizo. Él contestó que había que informar al consumidor sobre la contaminación y el deterioro ambiental. Creemos que está equivocado. Si algo se descubrió a partir del psicoanálisis es que al ser humano le es benéfico hacerse consciente de sus traumas, pero esto no basta para curarlo. No es suficiente informar al consumidor para que modifique su conducta, predicar eso es darle una solución técnica, tal como lo afirma Hardin, a un problema que exige un cambio ético y cultural. Nuestros patrones de consumo están destruyendo al mundo, y esto implica una responsabilidad individual, pero estos patrones sólo cambiarán si cambia la lógica productiva y de competitividad, algo que sólo puede hacerse desde quienes tienen el poder económico y político que genera y facilita los mecanismos de destrucción de la Tierra.