Por: Segisfredo Infante
Empecé a deletrear la Torah, o Pentateuco, cuando aún era niño. Entre los cinco y los seis años. A los nueve años de edad mi abuela materna me obsequió una Biblia Católica que recomencé a leer sistemáticamente desde el principio. Por cansancio me salté los últimos libros del Viejo Testamento, basados en la “Septuaginta”, con el objeto de conocer, cuanto antes, los cuatro Evangelios, sobre la vida y la obra del maravilloso Rabino Jesús de Judea y Galilea, y luego el controversial libro del “Apocalipsis”, que me causaba miedo, y que se le atribuye al apóstol Juan, confinado en la solitaria isla griega de Patmos.
Por aquellos días de mi ya lejana niñez, yo ignoraba el posible contenido simbólico del Pentateuco, o sea los primeros cinco libros de la Biblia. Fue el licenciado y ex-sacerdote dominico Juan Antonio Vegas, mi profesor universitario de “Filosofía Medieval” y de “Raíces de Latín” (un auténtico cristiano), quien me explicó, allá por 1982 y 1984, algunos pasajes simbólicos del libro del “Génesis” o “Bereshit”, y quien me sugirió que leyera la obra del jesuita francés Teilhard de Chardin, en cuyas páginas se conciliaban, o intentaban conciliarse, las doctrinas creacionistas y evolucionistas. Por pura dejadez he venido posponiendo, durante décadas, las lecturas eruditas heterogéneas del padre Chardin, por lo menos hasta hace un par de meses, con la ventaja actual que he arribado, desde un conocimiento de la filosofía y de la historia, a mis propias conclusiones preliminares.
En este caso quiero detenerme en el mensaje simbólico esperanzador del arcoíris, según un texto de “La Nueva Biblia de Jerusalén”, editada en 1999. Se trata del capítulo nueve, versículos del once al diecisiete, que literalmente dicen: “Establezco mi alianza con vosotros, y no volverá nunca más a ser aniquilada la vida por las aguas del diluvio, ni habrá más diluvio para destruir la tierra”. (…) “Dijo Dios: “Esta es la señal de la alianza que para las generaciones perpetuas pongo entre yo y vosotros y todo ser vivo que os acompaña: Pongo mi arco en las nubes, que servirá de señal de la alianza entre yo y la tierra. Cuando yo anube, de nubes la tierra, entonces ser verá el arco en las nubes, y me acordaré de la alianza que media entre yo y vosotros y todo ser vivo, y no habrá más aguas diluviales para exterminar la vida. Pues en cuanto esté el arco en las nubes, yo lo veré para recordar la alianza entre Dios y todo ser vivo, toda la vida que existe sobre la tierra.” Así que la señal del arcoíris es un mensaje divino de esperanza bíblica para todos los hombres, mujeres y entidades vivas del planeta. No sólo para un subgrupo que ha pretendido apropiarse del bello arcoíris en nombre de supuestos derechos sexuales. Este un mensaje de esperanza frente a las inundaciones y desastres naturales provocados por los grandes chubascos.
Conviene aclarar al amable lector que el arcoíris es un fenómeno físico vinculado a la “reflexión” y a la “refracción” de los rayos solares, respecto del tamaño de las gotas de agua bajo las nubes, en las cataratas de los ríos, entre las nubes y en otros espacios. Es algo que se liga al espectro de la luz: una parte visible y otra parte invisible. En este punto, desde Aristóteles hasta Descartes, pasando por Thomas Young y otros autores, hay cuando menos tres teorías matematizables, más o menos complejas, sobre la formación del arcoíris. Así que este fenómeno es todo lo contrario de una mera simplicidad, como pudieran imaginar algunos observadores ordinarios de la naturaleza circundante. Además de complejo y, en apariencia inexistente, el arcoíris es un fenómeno bello, digno de la divinidad. En mi libro “Fotoevidencia del Sujeto Pensante” (publicado en septiembre del año 2014), hay una fuerte aproximación especulativa al tema de la luz, percibida como un asunto físico y metafísico del Universo, desde la perspectiva de un sujeto que sabe autoiluminarse a sí mismo, e iluminar racionalmente a los demás, incluyendo a la naturaleza.
El día miércoles tres de octubre del año en curso, me encontré por accidente con la amiga “MEVO”, con quien comentábamos, en la tarde, la hermosa aparición de un arcoíris, que en ningún momento imaginábamos que presagiaba la lluvia tormentosa, casi diluviana, que luego se desencadenaría, durante los días siguientes, sobre la capital de Honduras y varios otros municipios; sobre todo de la zona centro-sur del país. Aquello recordaba, un poco, los días aciagos del Huracán “Mitch” que padecimos todos los hondureños. Lo paradójico del tema es que el arcoíris se presentó antes de la tormenta. No después de la tormenta, como suele ser lo usual en la naturaleza, según la prédica simbólica maravillosa contenida en el libro del “Génesis”, que según mi hipótesis ocurrió en el contexto de una grave inundación de los ríos Éufrates y Tigris, alrededor del año dos mil (o dos mil trescientos) antes de Jesucristo. En cualquier caso siempre habrá de subsistir el “principio de esperanza”, del cual hablaba el controversial filósofo Ernst Bloch. Y, en todo caso, el Altísimo YAVÉ es quien posee la misericordia, y la última palabra.